El
pasado 10 de abril se hizo pública la primera fotografía de un “agujero negro”.
La teoría de la relatividad de Einstein podía predecir teóricamente la
existencia de agujeros negros, objetos de una enorme masa y densidad descomunal.
Aunque se había deducido indirectamente la existencia de tales objetos, nunca
antes del 10 de abril se había podido “fotografiar” (no es la palabra totalmente
exacta en este caso) uno de tales agujeros negros. Todo un logro de la mente
humana y del método científico: una teoría es capaz de deducir un fenómeno
nunca antes observado ni ideado, y que posteriormente se comprueba experimentalmente
que existe. Antes creíamos que podían existir los agujeros negros, y ahora
estamos más seguros de que existen. También este hallazgo es, a la vez que un
gran paso, una lección de lo poco que en realidad sabemos del universo y de que
muy probablemente nunca podamos comprenderlo bien.
Aunque los ateos frecuentemente contraponen la ciencia a
la religión, este caso de los agujeros negros, en los cuales “creíamos” sin “verlos”
porque parecía razonable creer en su existencia, y luego hemos comprobado algo
más que verdaderamente existen, se parece bastante en la creencia en Dios. Algo
nos dice que es razonable creer en Él, aunque no podamos verlo directamente. En
el caso de Dios, de los agujeros negros, en el tierraplanismo y en todo, cada uno podrá
decir que cree lo que quiera; pero lo que no se puede hacer en ningún caso es
usar la ciencia para desacreditar a los creyentes.
Para
mí, los agujeros negros son otro ejemplo del increíblemente maravilloso y
complejo universo que Dios hizo para situar a los hombres en él. Un universo
que nos reta a explorarlo y conocerlo, y a hacernos mejores a nosotros mismos también
mientras recorremos el camino del conocimiento. Todo un regalo de Dios que
nadie sabe hasta dónde podría llevarnos.

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